lunes, 26 de septiembre de 2011

Suspiró. Cogió aire. Sus latidos eran cada vez más débiles, con menos intensidad y ya no decían “nosotros podemos seguir” sino que se comenzaban a rendir. Su mirada aún perdida y pensando en cada una de las cosas que pudo haber hecho pero no hizo, en los labios que pudo haber besado pero no lo había hecho, en las camas que pudo haber desecho pero no lo hizo y de los muchos coches últimos modelos que había negado subirse en ellos. Sabía que la fama lo era todo, sabía que su cuerpo era algo más que un estuche, algo más que una imagen, pero eso no importaba. Ya nada importaba. La luz entraba lentamente por la puerta, debían de ser las cinco de la madrugada y ella aún con su mejilla congelada por el frío suelo no podía mover ni un solo dedo de sus manos. Seguía con miedo en su garganta, con temblor en sus piernas y con desespero en sus latidos. Lamentaba no haber tenido nunca una persona que la ayudara, ni un… ni alguien que la alimentara. Su cuerpo delgado como una rama del árbol más viejo, una rama débil y que iba perdiendo corteza poco a poco, eso era ella. Por eso siempre abrazaba árboles, reía en parques y lloraba en la cama que se le clavaba su anatomía. – Otra vez- susurró. El dolor de pecho la llevó a arrastrarse por todo el piso, a aullar como un lobo y  a temblar como en la mayor de las tormentas de nieve. Deseaba tener algo de dulce para poder calmar ese dolor, pero era inevitable sentirlo después de diez días sin probar ninguna sustancia energética, que algunos resumían como comida.

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